miércoles, 18 de febrero de 2009

Costumbres romanas


Roma en la época de máximo esplendor tenía una población de que algunos estimaban en un millón de habitantes.
El aborto era una práctica corriente, y si no salía bien, como el infanticidio no estaba permitido, se recurría al abandono del recién nacido al pie de una columna lactante, así llamada porque junto a ella había nodrizas (mujer que cría una criatura ajena) pagadas por el Estado para amamantar a los niños abandonados.
La madre romana que se decidía a poner un hijo al mundo, si no se veía reducida a una extrema pobreza, se desembarazaba enseguida de él, confiándolo primero a una nodriza y después, a una institutriz griega, y, finalmente, a un pedagogo, en general griego, para su instrucción. De lo contrario, lo mandaba a una de aquellas escuelas que ya habían surgido un poco por todas partes, pero que eran privadas, no estatales, para ambos sexos y dirigidas por un magister. Los alumnos frecuentaban las elementales hasta los doce o trece años. Después, se separaba a los dos sexos. Las chicas completaban su instrucción en colegios apropiados donde se enseñaba sobre todo música y danza. Los chicos emprendían los secundarios, regidos por gramáticos, que por ser también casi todos griegos, insistían sobre todo en la lengua, literatura y filosofía griegas. La Universidad era representada por los cursos de los retóricos. No había exámenes, no había tesis de literatura, no había doctorado. Había sólo conferencias seguidas de discusiones.
Quedaba sobreentendido que los chicos, a partir de los dieciséis años, frecuentase lupanares y no se prestaba mucha atención al hecho de que corriese también alguna aventura con hombres. Pronto esto acababa para los jóvenes con la llamada a las armas y posteriormente del matrimonio. Las meretrices (prostitutas) consideraban un deber entretener a los clientes no sólo con sus gracias, sino también con la conversación, la música, con danzas, un poco como las geishas en el Japón, y los clientes seguían frecuentándolos también después de casados.


Con las muchachas se era más severo, mientras eran muchachas. Pero en general se casaban antes de los veinte años porque después de esta edad eran consideradas como solteronas, y porque el matrimonio les procuraba las mismas libertades que a los varones, poco más o menos. Séneca consideraba afortunado al marido cuya mujer se conformaba con dos amantes solamente. Un epitafio inscrito en una tumba reza así: “Permaneció fiel durante cuarenta y un años a la misma esposa”. También había mujeres de la burguesía que luchaban en el circo, recorrían las calles de Roma conduciendo personalmente sus calesines, se paraban a conversar bajo los pórticos y ofrecen al transeúnte –dice Ovidio- el delicioso espectáculo de sus hombros desnudos.
La barba, en el periodo del bajo imperio ha desaparecido. El cabello, la mayoría se lo hace cortar todavía al cero, pero hay unos elegantones que en cambio se lo dejan crecer, anudándolo luego en trencitas.
La túnica purpúrea se ha convertido en monopolio exclusivo del emperador. Todos los demás llevan ahora una túnica o blusa blanca, y sandalias de cuero, con cordón enfilado entre los dedos.
La moda femenina se ha complicado. La señora de alta alcurnia no emplea menos de tres horas y media docena de esclavas para emperifollarse. Popea había inventado una careta nocturna empapada en leche para mantener tersa la piel del rostro. El baño de leche era normal, hasta el punto que los ricachones viajaban seguidos por manadas de vacas para tenerla siempre fresca a su disposición.
La ropa interior era de seda o de lino. Y empezaba a hacer su aparición el sujetador. Medias no se usaban. Pero los zapatos eran complicados, de cuero suave y ligero, con tacón alto para remediar el defecto de las mujeres romanas: el trasero bajo.
Las alhajas estaban a la orden del día. Una mujer rica podía ir por ahí con cerca de 1 millón de las antiguas pesetas en joyas.
La decoración de la casa estaba de acuerdo con este gusto por la magnificencia. Un palacio digno de este nombre tenía que tener un jardín, un pórtico de mármol, no menos de cuarenta habitaciones, entre ellas algún salón de columnas de alabastro, piso y techo de mosaico, paredes con incrustaciones de piedras preciosas brocados (entretejido de oro o plata orientales (Nerón compró uno por valor de 250.000 euros), camas de hierro forjado con mosquiteros, y algunos centenares de criados: dos, detrás del asiento de cada huésped para servirle la comida, para quitarle simultáneamente los zapatos cuando se acostaba.
El gran señor romano de aquellos tiempos se levantaba por la mañana sobre las siete y como primera actividad recibía durante un par de horas a sus clientes, ofreciendo la mejilla al beso de cada uno de ellos. Luego se tomaba un pequeño aperitivo. Y por fin se dedicaba a recibir y hacer visitas.
La burguesía media trabajaba hasta mediodía, tomaba un refrigerio ligero, a la americana y volvía al trabajo. Pero todos, quien antes, quien después, terminaba por encontrarse en las termas públicas para el baño. Ningún pueblo ha sido jamás tan limpio como el romano. Cada palacio tenía su piscina privada. Pero había más de mil públicas, a disposición de la gente vulgar, con capacidad media de mil usuarios a la vez. Estaban abiertas desde el alba hasta la una de la tarde para las mujeres, y desde las dos hasta el crepúsculo para los hombres, hasta que se volvieron promiscuas. La entrada constaba 1 euro. Se desnudaban en una cabina, iban a hacer ejercicios de pugilato, de jabalina, baloncesto, salto y lanzamiento de disco en la palestra; luego entraban en la sala de masaje. Y al final comenzaba el baño propiamente dicho. Primero se entraba en el tepidarium de aire tibio; luego en el calidarium de aire cálido, después en el laconicum de vapor hirviente, donde se hacía uso de una novedad importada de las Galias: el jabón. Y por fin, para provocar una sana reacción de la sangre, se echaban a nadar en el agua helada de la piscina.
Después de todo esto se secaban, se untaban de aceite, se vestían y pasaban a la sala de juego a hacer una partida de ajedrez o de dados, o a la conversación. Después se podía acudir al restaurante, donde una comida no bajaba de los seis platos, de ellos, dos de cerdo. La consumían recostados en los triclinios, especie de divanes de tres patas.


Los banquetes de los romanos se iniciaban a las cuatro de la tarde y duraban hasta avanzada la noche, y a veces hasta el día siguiente.
Las ostras y las pechugas de tordo eran obligadas. Apicio se hizo una posición en la sociedad inventando un plato nuevo. El paté de foi gras, engordando los patos a fuerza de higos. Devoró el tal Apicio en comidas todo su patrimonio, y cuando lo vio reducido a sólo 1 millón de pesetas, se suicidó.
El banquete muchas veces se convertía en orgía, y los criados pasaban por entre las mesas distribuyendo sustancias que provocaban el vómito, lo cual les permitía empezar de nuevo.
El eructo estaba permitido. Es más era signo de aprecio de las bondades del yantar.


La Roma capitalista

Por lo que respecta a la economía romana, hay que apuntar que Roma no fue una ciudad industrial. Cuando alguien tenía mucho dinero lo invertía en la agricultura. Había propiedades que eran auténticos feudos. Los había tan grandes como reinos, atendidos por esclavos que no costaban nada, pero que trabajaban la tierra sin criterio alguno, y especializados en la ganadería, que rentaba más que labrar los campos.
Pero entre Claudio y Domiciano comenzó una lenta transformación. El largo periodo de paz y la extensión de la ciudadanía interrumpieron el aprovisionamiento de esclavos, que comenzaron a escasear. Muchos ganaderos (en vista que el pienso subía de precio y que había una sobreproducción) juzgaron más conveniente volver a la agricultura, dividieron las fincas y las dieron en explotación a arrendatarios o colonos, que fueron los antepasados de los campesinos de hoy en día.
En la tierra existía una autarquía bastante patente. Nacieron sobre una base artesana, las industrias. Una granja era considerada tanto más rica cuanto más se bastaba a sus propias necesidades. En ella había matadero donde sacrificar las reses y embutir sus carnes. En ella estaba el horno donde cocer los ladrillos. En ella se curtían las pieles y se confeccionaban los zapatos. Se tejía la lana y se cortaban los vestidos. No había “especialización”: el industrioso campesino se convertía en carpintero o se ponía a forjar hierro para convertirlo en ganchos u ollas.
Las únicas industrias llevadas con criterios modernos eran las extractivas. Los costos de producción eran mínimos porque el trabajo en los pozos se confiaba exclusivamente a los esclavos o a los presos. Era común que cada semana hubiera que lamentar accidentes donde perdían la vida millares de esclavos.
Otra gran industria era la construcción, con sus especialistas, desde leñadores a fontaneros y vidrieros. Pero no había gran capitalismo porque la fuerza de los esclavos era infinitamente más barata y no era competitiva.
Muchos servicios públicos estuvieron muy bien organizados. El Imperio tenía cien mil kilómetros de autopistas. Su pavimento había permitido a César recorrer mil quinientos Km. en ocho días, y el mensajero que el Senado mandó a Galba para comunicarle la muerte de Nerón empleó 36 horas en recorrer 500 Km. El correo no era público, es decir sólo valía para cosas oficiales, no pudiendo los particulares utilizarla sin un permiso especial.
En las carreteras, cada 10 Km había una estación con restaurante, habitaciones, cuadra y caballos frescos en alquiler. Cada 30 Km. un mansión, que era igual que las anteriores pero más grandes y además disponía de un burdel. Los itinerarios eran vigilados por patrullas de policías.
El turismo en Roma florecía como en nuestros tiempos. El sitio favorito para hacer viajes era Grecia, por vía marítima. La navegación era segura porque en tiempos de Augusto se logró acabar casi por completo con la piratería.


Sus diversiones

Cuando Augusto asumió el poder, el calendario romano contenía 76 días festivos (aproximadamente como hoy); pero cuando su último sucesor lo dejó había 175, es decir que era festivo un día sí y otro no.



Cuando había espectáculos atléticos, la gente en número de 150.000 a 200.000 personas se dirigían al Circo Máximo, luciendo pañuelos del equipo favorito. Los hombres hacían una pausa en los burdeles que se alineaban a los lados de las entradas. El espectáculo de las carreras de caballos duraba todo el día.
Pero los números más esperados eran las luchas gladiatorias: entre animal y hombre, entre hombres. El día que Tito inauguró el Coliseo, Roma quedó boquiabierta de admiración.
La arena podía ser bajada e inundada formando un lago, o bien emerger de nuevo con otra decoración, como un pedazo de desierto o selva.
Todo era gratuito: entrada, asiento, almohadilla, asado, vino.
Cartel del primer espectáculo
El primer número consistió en la presentación de animales exóticos: elefantes, leones, tigres, leopardos, panteras, osos, lobos, cocodrilos, hipopótamos, jirafas... desfilaron 10.000 animales (muchos adornados caricaturescamente).
Después, la arena fue echada hacia abajo y resurgió adaptada a la lucha: leones contra tigres; tigres contra osos; leopardos contra lobos. Total, que al final de aquel espectáculo sólo la mitad de aquellas bestezuelas estaba viva.
Luego, la arena volvió a bajarse y resurgió en plaza de toros, ya practicada por los etruscos. Los toreros no conocían su oficio, y por lo tanto estaban destinados a morir. Eran, escogidos entre los esclavos y condenados, como asimismo el resto de los gladiadores. Muchos de ellos ni siquiera luchaban representaban un personaje mitológico y morían (se dejaban matar) de la misma forma que el personaje al que representaban.
Seguían los combates entre gladiadores, todos condenados por penas capitales por homicidio, robo, sacrilegio o motín. Mas cuando había escasez de ellos complacientes tribunales condenaban por delitos mucho menores. Sin embargo había también gladiadores voluntarios que se inscribían en escuelas especializadas, se ingresaba en ellas tras haber jurado estar dispuestos a hacerse “azotar, quemar y apuñalar”. Antes del encuentro se le ofrecía un banquete pantagruélico. Y si no vencían, tenían la obligación de morir con sonriente indiferencia. En cada espectáculo se dirimían centenares de estos duelos que hasta podían terminar sin muerte, si el vencido, por haberse conducido valientemente, era indultado por la multitud con el dedo pulgar.. El espectáculo ofrecido por Augusto, que duró ocho días, tomaron parte 10.000 gladiadores.
No todos los gladiadores lo eran a la fuerza. Existían los autoracti que eran gladiadores voluntarios en busca de celebridad. Guardias vestidos de Caronte y Mercurio punzaban a los caídos con punzones para comprobar si estaban muertos, en caso contrario eran decapitados. Esclavos negros apilaban los cadáveres y traían arena limpia para los combates siguientes.
En Roma había condenados que los destinaban a los juegos. Había tres formas de castigo:
a) ad bestias- Se arrojaba al condenado a las fieras sin preparación
b) ad gladium- Se arrojaba al condenado a luchar con las fieras sin preparación
c) ad ludum-Se arrojaba al condenadoa luchas con las fieras con preparación

El vestido en Roma

Para los antiguos romanos nuestra forma de vestir sería poco menos que la de un bárbaro. El vestido, en Antigüedad clásica y, particularmente, en Roma, concebía el cuerpo de una forma muy diferente a la nuestra. Para empezar, las prendas se dividían, no como ropa interior, o exterior, sino por su relación en con el cuerpo: prendas en las que el cuerpo se introducía (la túnica) y prendas que rodeaban al cuerpo (mantos), como la toga o el palio.


La toga y la túnica

La toga era una prenda tan elegante como incómoda, y no sólo difícil de llevar, sino también de colocar. Para vestirla era necesaria la ayuda de un esclavo, que debía envolver con un lienzo de hasta cuatro metros el cuerpo de su señor.
La toga


El color de la toga era generalmente blanco (alba, càndida). Los ciudadanos que aspiraban a una magistratura debían pasearse por el foro pulcramente vestidos con una toga blanca. A estos ciudadanos tocados con esta toga se les llamaba candidatos (por la blancura de su toga). De ahí ha derivado la voz actual de "candidato".
Los conquistadores cuando hacían su entrada triunfal vestían la toga con bordados de palmas de oro (toga palmata).
Los emperadores ostentaban la toga hecha completamente de púrpura (toga purpúrea) o con bordados de oro (toga picta)
Más información en:


Roma Antigua

http://es.wikipedia.org/wiki/Indumentaria_(Roma_Antigua)

lunes, 9 de febrero de 2009

Carlos II y la Guerra de Sucesión

CARLOS II "El Hechizado"

Hijo del rey de España Felipe IV y su esposa Mariana de Austria, nació el 6 de noviembre de 1661.
Sucedió a su padre a la edad de 4 años, quedando su madre al frente del gobierno de la nación durante su minoría de edad.
Carlos II, desde su nacimiento se mostró como un niño débil y enfermizo, hasta el punto que hubo que destetarle en el momento de proceder a su coronación, ya con cuatro años.
Paralela a su debilidad física era su escasa capacidad mental ( a los nueve años aún no había conseguido aprender a leer y escribir), pero todo ello no significa ni mucho menos que fuera anormal.
Carlos II en su adolescencia

Se casó a los 18 años con María Luisa de Orleans, la cual falleció en el año 1689 (tras diez años de matrimonio) sin tener hijos.
Al poco tiempo se concertó una nueva boda, esta vez con una mujer que pertenecía a una familia de probada fertilidad: Mariana de Neoburgo.
Tampoco esta vez tuvo descendencia el rey, pese a que se sabía que no era impotente.

Rumores sobre la esterilidad del rey: un posible hechizo

Este rumor movió a fray Froilán Díaz, confesor del rey, a organizar una fantástica representación diabólica y unos espectaculares exorcismos.
Hoy en día, atribuir semejante circunstancia (la falta de descendencia real) a un embrujamiento movería más a la risa que a otra cosa, pero aquella época era especialmente propicia para creer en hechizos. Cuando no se encontraban explicaciones a la infecundidad de un matrimonio, o a la llegada de una enfermedad, se acudía al mundo de lo sobrenatural. Alguna bruja habría realizado un hechizo o el propio diablo habría tomado posesión de la persona afectada.
Era época de amuletos, conjuros y apariciones. Había montañas que mugían, como la de la Alcarria; lagos que ocultaban peces que exhalaban vapores y luego se convertían en formidables tormentas. Los que nacían en Viernes Santo no sólo curaban la peste con el aliento, sino que poseían la facultad de ver a los que habían muerto en el mismo estado en que quedaron en el momento de morir.
No fue difícil convencer al propio rey de que estaba hechizado.
A partir de la muerte de su primera esposa, su salud (tenía entonces 28 años) comenzó a empeorar. El embajador de Inglaterra escribió:
"Padecía con frecuencia unos temblores que los médicos llaman convulsivos, los cuales comprendíendole todo el cuerpo, le dejaban sumamente fatigado. A esto hay que unirle que a ratos sentía un interior desfallecimiento como si se fuera a desmayar".


Carlos II en su juventud

Fray Froián, confesor del rey, empezó entonces a sospechar en algún tipo de hechizo sobre el rey. Se sabía que por aquellos años había un grupo de monjas en Cangas de Onís que decían estar endemoniadas, y que por su boca hablaba el mismísimo diablo. El confesor no lo pensó dos veces, sería buena cosa preguntarle al diablo sobre el hechizo del rey y su manera de curarlo. El obispo de Oviedo se negó a semejantes manejos. El rey, estaba enfermo, no hechizado, dijo el obispo. Y, que lo curaran, si tenía cura, médicos, y no sacerdotes.
Pero Froilán era terco como una mula. Llevó sus andanzas a espaldas del obispo y dio orden al sacerdote fray Antonio de Cangas de Onís que estaba a la custodia de las monjas, que se prendiera sobre el pecho un papel con los nombres de Carlos y Mariana, y preguntase al diablo si alguna de aquellas personas estaba posesa. Fray Antonio estaba entusiasmado y convencido de que aquella era la gran misión que Dios le tenía destinada. Ni corto ni perezoso, puso la mano de una de las pretendidas posesas sobre el altar y conjuró al diablo a responder:
La posesa, con una voz ultratúmbica, respondió:
"El hechizado es el rey Carlos. El hechizo le vino a los catorce años, y le vino con una bebida, que al tomarla destruyó en él la materia de la generación y la capacidad de administrar el reino."
El remedio que propuso el sacerdote para acabar con el maleficio fue que el rey tomase en ayunas un vaso de aceite bendito. El rey, a espaldas del obispo, fue informado de ello y accedió a tomar el remedio prescrito.
Como la cosa no parecía mejorar, se le exigió al diablo nuevas consultas. Esta vez el diablo aseguró que el hechizo había tenido lugar el día 3 de abril de 1675, con una taza de chocolate, y fue llevada a cabo por una mujer que quería gobernar a su antojo:
"Precediendo juramento del demonio por el Santísimo Sacramento, le pregunté en qué había dado el hechizo al rey. Respondió: en chocolate a 3 de abril de 1765. Preguntéle de qué se había confeccionado. Respondió: de los miembros de un hombre muerto. Pregunté: ¿Cómo? Respondió: de los sesos de la cabeza para quitarle el gobierno; de las entrañas para quitarle la salud y de los riñones para corromperle el semen e impedirle la generación. Preguntéle: ¿Quién fue el causante de tal embrujo?. Y respondió, el hechizo le vino en tiempos de don Juan de Austria. Los remedios de que necesita el Rey, prosiguió Lucifer, son aquellos mismos que la iglesia tiene aprobados. Lo primero darle el aceite bendito en ayunas. Lo segundo ungirle con el mismo aceite todo el cuerpo y cabeza. Lo tercero darle una purga en la forma que previenen los exorcismos y apartarle de la reina... ni verla, ni verle."

El 24 de septiembre y el 3 de noviembre recibieron nuevas noticias del diablo de
Cangas de Onís, hasta que a finales del mes de noviembre el diablo se negó a hacer más declaraciones, asegurando que Carlos estaba sano y que cambiaran su médico, que le mudaran los colchones y la ropa de la cama y le sacaran de Madrid.
Seguían las historias sobre el embrujo al que había sido sometido el rey, y así, se tuvo noticia de que un muchacho endemoniado fue sometido a exorcismo en la iglesia de Santa Sofia y detalló que:
"El autor del hechizo del rey había sido una mujer llamada Isabel, habitante de la calle Silvia, y que los instrumentos del maleficio estaban en cierta habitación de palacio y en el umbral de la puerta de la casa donde vivió dicha Isabel".
La Inquisición registró el lugar y encontró unos muñecos informes que parecían sospechosos, por lo que fueron quemados en lugar sagrado, según ceremonias del misal romano."
En una ocasión entró en palacio una loca y llegó hasta donde estaba el rey, donde Carlos II la contuvo mostrándole un pedazo de la cruz de Cristo. Aquella mujer, que creían endemoniada, fue exorcizada, así como a otras amigas suyas.
Siguieron durante un tiempo las intrigas que señalaban a un posible hechizo del rey hasta que el inquisidor general murió inesperadamente a consecuencia de una sangría. No faltó quien hablara de envenenamiento. Entonces la reina consiguió que fuese designado para el cargo el hombre de su confianza, el obispo de Segovia, don Baltasar de Mendoza. Mano de santo. Aquel día se acabaron los conjuros por parte de los clérigos españoles. Pero aún había gente que pensaba que la esterilidad del monarca y todas sus debilidades se debían a maleficios satánicos y no a enfermedad alguna y en más de una ocasión se le sometió al rey a ciertas prácticas semiexorcizantes que no conseguían otra cosa que torturarle.
Pero la verdad de todo esto fue que el monarca, que no estaba endemoniado, ni hechizado, fue víctima de aquellos que le pretendían embrujado, y a su débil salud física añadió una nueva debilidad mental, pues por la noche cuando se despertaba y vagaba por los oscuros pasillos de palacio, el infeliz monarca ya sólo veía demonios y horribles figuras que, como espantosas gárgolas, le aterrorizaban.
Su último confesor no sabía como consolarle de sus temores al infierno ni convencerle de un Dios bueno.
El rey, muere por fin enfermo, a los 39 años de edad sin dejar sucesor, aunque en su testamento figurase como sucesor Felipe de Anjou.
Felipe d'Anjou (Felipe V)
La guerra de Sucesión Española (1702-1713)

En Europa la situación española se vivió como un tema de interés, no ya español, sino europeo porque las grandes potencias (España aún era una gran potencia entonces, recordemos que tenía todas las posesiones americanas intactas) no querían que España estuviera regida por un rey que no sirviera a sus intereses. Así, Francia por un lado, y el Imperio Alemán por otro, se disputan el trono por las influencias del futuro monarca.

Pretendientes al trono:

Felipe de Anjou- nieto del rey francés Luís XIV. Luís XIV y el rey Carlos II son cuñados (Luís XIV está casado con MªTeresa, hermana del rey) Sus partidarios son: FRANCIA, BAVIERA, REINO DE NÁPOLES, REINO DE SICILIA, REINO DE CERDEÑA Y ESPAÑA (MENOS CATALUÑA, ARAGÓN, VALENCIA Y BALEARES)

Archiduque Carlos de Austria- hijo del emperador de Austria Leopoldo I. Leopoldo I era hermano de la madre de Carlos II (María de Austria), es pues tío del rey Carlos II. Sus partidarios son: IRLANDA, GRAN BRETAÑA, IMPERIO ALEMAN, HOLANDA, SABOYA, AUSTRIA, HUNGRÍA, PORTUGAL, CATALUÑA, VALENCIA, ARAGÓN Y BALEARES.

Desenlace de la guerra

En Valencia había gente que era partidaria de Felipe de Anjou (eran los ricos) a estos se les llamó "botiflers", nombre que viene de la palabra francesa beautie fleur (bella flor) refiriéndose a la flor de lis, insignia de la casa de borbón. La gran mayoría de los valencianos (que era la gente del pueblo, los pobres) eran partidarios del archiduque Carlos. A estos se les llama "maulets", que deriva de la palabra maula, que viene a significar, algo inservible o muy pobre.
El 25 de abril de 1707, las tropas de Felipe de Anjou vencen en Almansa a valencianos, catalanes, aragoneses, portugueses e ingleses, y Xàtiva (ciudad de resistencia de los "maulets") es incendiada, y como castigo se le cambia el nombre por el de San Felipe. Los valencianos por haber sido enemigos del vencedor Felipe de Anjou (futuro Felipe V, rey de España) son privados de los fueros por un decreto llamado Decreto de Nueva Planta.
La guerra seguirá en la península hasta 1713 en que por fin Felipe de Anjou vence, y se firma la Paz de Utrech, por la cual España tuvo que darle Gibraltar Y Menorca a Inglaterra.

domingo, 1 de febrero de 2009

Origen legendari de Roma

Ací teniu a Ròmul i Rem mamant de la lloba.

Ja vos he explicat l'origen legendari de Roma a classe, pero si voleu completar els vostres apunts sobre el tema cliqueu ací i en trobareu els apunts que jo vos vaig explicar, un poquet més ampliats.